Esta es la historia de cómo en mi primera vez acampando no pude ver el amanecer. 

“Una vez al año ve a algún lugar en el que nunca hayas estado antes” 
Dalai Lama

Algo se movió afuera. Fue un sonido difícil de describir, pero en el bosque todo suena a que las ramas se mueven. Además de Jorge y de mí, había sólo una persona más en el campamento. Quizás fue ella. Pero también pudo ser cualquier otra cosa. Los demás se habían ido a ver las estrellas. Nosotros fuimos demasiado flojos como para caminar más y mi novio se estaba sintiendo mal, así que las estrellas fugaces no era una idea tan tentadora. Ya el cielo era hermoso desde donde estábamos.

_Es momento de que todos regresen –le digo a J.

_Es momento de cerrar esta ventanita –me responde él, moviendo el cierre de la apertura superior de la puerta de nuestra carpa para cerrar lo que estaba descubierto. No entendía que tenía que ver una cosa con la otra, así que lo que se me salió fue: “¿por qué?”

_Porque hemos entrado en estado de paranoia.

Y la verdad sí nos asustamos un poco. Más por la falta de experiencia en campamentos, que porque nos fuese a ocurrir algo de verdad. Aunque nuestro pensamiento de “estamos en Venezuela”, podía más que el intento de calma. Cualquier cosa puede pasar en este país. Desde un araguato hasta alguien que nos quiera robar.

Entre el susto y el cansancio, Jorge se durmió y yo comencé, también, a dormitar. No pasó demasiado tiempo –o sí, pero lo sentí poco- desde ese momento hasta en el que Dina llegaría a nuestra puerta. “mija, al fin volvieron”, no pude evitar hacer un pequeño reclamo. Se habían tardado más de una hora, cuando dijeron que eran como cuarenta minutos nada más.  

Lo que antes era el silencio pesado por el miedo y fresco por la emoción de acampar, se volvió escándalo. Todos habían vuelto. En una algarabía los que se iban a dormir se acomodaron en sus carpas y un grupo se quedó fuera. Viendo las estrellas, como si no acabasen de volver de un mirador. A su plan le unieron escuchar música y darle cuerda a las charlas astrológicas y mitológicas de Pedro.

Dina se acomodó a nuestro lado y probablemente cerramos los ojos al unísono. Dormir en carpa, con un solo sleeping abierto para tres fue más incómodo de lo que imaginamos. Si me ponía del lado derecho, me dolían los huesos de las caderas; si me volteaba para el izquierdo, lo mismo, así que el sueño solo funcionaba si estaba boca arriba o boca abajo.

Esa falta de práctica de dormir en el suelo, más los discursos de PedroAstral, convirtieron la noche en una madrugada en vela. Pero no fue tan malo como podría sonar. La única preocupación era que al día siguiente teníamos que hacer la ruta de vuelta a San Pedro, y estar cansada, trasnochada y con la incomodidad obvia de no haber dormido en mi cama, no era un panorama muy alegre.

La ruta de ida a mi primera vez acampando

Mi papá se ofreció a llevarnos hasta la estación de metro Ali Primera en Los Teques, desde donde agarraríamos un metrobus –corrimos con suerte- hasta San Pedro. Se hizo tarde porque salir con J es, el 90% de las veces, llegar aunque sea unos minutos tarde al lugar. De igual forma, al llegar a la estación de metro, tuvimos que esperar a G, un compañero. Y se nos hicieron casi las diez.

Comenzamos a caminar a eso de las once de la mañana desde la plaza de San Pedro hasta la entrada del Parque Nacional Macarao, declarado de esta manera desde 1973. Pudimos haber tomado un jeep o camioneta, pero no lo hicimos. Caminar es parte de la experiencia. Como siempre que hacemos una ruta con Joropo Extremo, nunca tomamos el camino fácil o rápido. Nos han enseñado que casi siempre ese es el más peligroso o difícil de transitar.

Este parque que, junto con El Ávila, forma parte de las dos áreas protegidas que rodean Caracas, tiene una superficie aproximada de 15.000 ha, abarcando las cuencas de ríos como el Macarao, San Pedro, Lagunetas o El Jarillo. Se dice que sus suelos son moderadamente susceptibles a la erosión y lo comprobamos porque nuestra ruta estuvo protagonizada por algunas fallas geológicas que, según la poca información que existe en Internet al respecto, son o es, en realidad –y según Fundación Venezolana de Ecología, Turismo e Investigaciones científicas- una cárcava, que es prácticamente un tipo de grieta.

Pero la clase sobre fallas geológicas la pueden leer en el blog de FUNVETIC. Yo solo les puedo contar que, paradójicamente, parte de los paisajes de montaña más bonitos que hemos visto en el país, fueron ocasionados por corrientes de agua que ocasionaron lesiones en las estructuras del camino.

Entre foto y foto

Nos demoramos alrededor de tres horas en llegar al sector donde acamparíamos. Entre foto y foto, G nos alcanzó. Estas grietas en pleno Parque Nacional Macarao se convirtieron en nuestro Gran Cañón por su forma, sus colores y sus características geológicas. Tomamos fotos hasta que mi celular se quedó sin batería. Lo que no es muy difícil actualmente, ya que está teniendo problemas con ello.

Una vez en el Bosque de Pinos del sector La Culebra del parque, levantamos nuestras carpas. La nuestra –de Dina y Jorgito- es así como la carpa de la maldición, a la que cada vez que decidimos armar se le rompe algo. Pero Jorgito, Anderson y Charles pudieron resolver y ponerla de pie. Nuestro hogarcito quedó perfecto y era muy acogedor.

Tuvimos que esperar horas hasta que llegara otro grupo que venía sólo por la acampada. Ellos traían los chorizos de nuestros choripanes y llegaron ya adentrada la noche. La oscuridad estuvo acompañada perfectamente por una fogata que, aunque medio ilegal, pudimos hacer tras la dedicación de uno de nuestros guías.

A D, M y a mí nos encantó la experiencia. Fue mejor de lo que imaginamos. Mucho como las películas: todos alrededor de una fogata chismeando y con música de fondo. Aunque no siempre era la mejor compañía. En mis recuerdos se queda una hermosa escena de la noche estrellada con Eddy Herrera o Los Adolescentes de fondo. Sin suda, no es el soundtrack que imaginaba para una noche mágica.

Pero también escuchamos Caramelos de Cianuro y cantamos todas juntas. Faltaron los malvaviscos –que no me importa porque no me gustan- y asar las salchichas individualmente con tenedores largos. De resto, mi primera vez acampando se parecía mucho a lo que imaginé que sería, pero mucho mejor.

Al amanecer, no hubo amanecer

Tal cual como niño que espera toda la noche a Santa y se queda dormido justo antes de que aparezcan sus regalos debajo del árbol, no vimos el amanecer. Dina y yo nos levantamos a las cuatro de la mañana. Vimos el reloj. P seguía hablando. “No queda mucho para que amanezca”, nos dimos aliento.

“Por lo menos vamos a ver el amanecer”, le dije para justificar nuestro desvelo. Pero en algún momento en el lapso de tiempo entre las cinco y las seis, P se calló, empezó a roncar, D se durmió y todos los demás, con el silencio que enmarcaba los ronquidos de nuestro compañero, pudimos descansar. Así que no, no vimos el amanecer.

Nos levantamos gracias a M que se moría con el dolor en el colon y nos pedía pastillas. Hicimos escándalo propio de tres cotorras y entre una cosa y otra nos salimos de la carpa para ver el día. El camino de regreso estuvo patrocinado por un palo de agua que nos empapó aunque llevásemos impermeables. Mis papás nos esperaron en la plaza de San Pedro para traernos de regreso a La Guaira. El resto es un recuerdo.