Acampé por primera vez en la playa en la Ensenada de Yapascua en Patanemo, estado Carabobo, Venezuela.

Atravesamos desierto, glaciares, continentes 
el mundo entero de extremo a extremo, empecinados, supervivientes  
el ojo en el viento y en las corrientes, la mano firme en el remo 
Cargamos con nuestras guerra, nuestras canciones de cuna  
nuestro rumbo hecho de versos de migraciones,de hambrunas.  
Movimiento, Jorge Drexler.

Fi-to-planc-ton. Fitoplancton. Dícese del “conjunto de los organismos acuáticos autótrofos del plancton, que tienen capacidad fotosintética y que viven dispersos en el agua.” (Wikipedia). Es decir, para los menos asiduos a la ciencia, fitoplancton es una magia que permite que el agua brille de noche. Y Yapascua tiene magia. Es mágica. Aunque no se mostró en todo su esplendor conmigo ahí.

Por la tarde se pintó, desde que llegamos a eso de las tres o cuatro, nublada. La lluvia desde lejos amenazó –aunque sin éxito- toda esperanza de ir demasiado lejos, de tener demasiada calma o de disfrutar demasiado de la curiosidad. Cruzando, a duras penas con mis pocas –o en realidad inexistentes- habilidades de nadadora, llegamos al otro lado de la ensenada. Para ser honestos, con brinquitos y manos amigas. Yapascua es magia y, además, manglares, corales y ese mar verde y azul digno de pertenecer al Caribe.

Yapascua

Tiene la fortuna de ser accesible a través de la montaña para todos aquellos que no confíen en el mar, aunque el viaje desde la bahía de Patanemo son solo entre siete y diez –o quizás quince- minutos. Pertenece al Parque Nacional San Esteban y está protegida por el Instituto Nacional de Parques bajo el régimen de administración especial. Es decir, para la fecha, está prohibido acampar ahí. (mea culpa!).

Por la noche también se pintó nublada hasta entrada la madrugada. Apenas pudimos disfrutar del fenómeno que causan los fi-to-planc-ton en el agua y después de la una fue que pudimos comenzar a ver las estrellas. La osa mayor, la osa menor, el cinturón de Orión. El amanecer era la gran promesa.

Cabe hacer un inciso, un paréntesis aquí para recordar que durante la primera vez que acampé, en el Bosque de Pinos del Parque Nacional Macarao, no estuvimos despiertos para el primer rayo de sol. Yapascua tenía que liberar esa espinita.

Puse el despertador a las cinco y veintisiete minutos porque por alguna razón que desconozco –probablemente humedad- la mitad de hora no parecía convencer a mi celular y los números seguían dando vuelta aun cuando yo quería parar en el tres con el cero. Nos habían dicho que a esa hora nos despertarían para subir un cerrito y sentarnos a esperar el amanecer.

Así que a esa hora estaba yo viendo el techo de la carpa. Manos en el pecho, pies extendidos. Esperando. Yapascua pareció pintar la noche de calor, pero se reivindicó durante la madrugada. Pasé de dormir con solo una franela –y el traje de baño debajo- a ponerme el suéter y, más tarde, un legging para defender mi sangre de los “pure-pure”, como llamaron unos señores a los miles de mosquitos asesinos de la playa.

Casi una hora después salí de la carpa sumándome a una compañera que miraba los primeros rayitos de sol detrás de la montaña del frente. Suéter y legging puesto porque hacía un poquito de frío, pero más porque éramos comida fresca para los pure-pure. A mí se sumaron algunos más y con el empujoncito necesario subimos el cerrito de rocas que nos iba a permitir ver, desde las alturas, el amanecer en toda la Ensenada de Yapascua. Magia.

Así, caras hinchadas –que se pueden apreciar en fotos-, ropa de dormir –al menos yo-, celulares en la mano –aunque pronto me olvidaría de tomar fotos- y mucha curiosidad, entendí que aunque el amor por Venezuela a estas alturas esté sobre o sub valorado, yo, mientras más la conozco, más me enamoro.