Así fue la segunda parte de nuestro 6 de enero: El pico El Águila, El Observatorio y una historia de pobreza.

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes Ramas.
El barco sobre el mar.
Y el caballo en la montaña.
Final del poema "Romance Sonámbulo" de Federico García Lorca

Son muchas cosas las que recuerdo del camino al Pico El Águila desde que decidimos desechar nuestra idea de ir a La Montaña de Los Sueños ese Día de Reyes.

_Hay demasiada cola –dijo papá-. No nos va a dar tiempo de llegar antes de las 5.

Todos miramos el reloj: 3:00 pm. Según algunos lugareños, desde el parque Los Aleros, hasta La Montaña de Los Sueños, eran más de dos horas. Ninguno de nosotros recordaba que en Mérida todo quedara tan lejos. Además de tener que sumarle la sobrepoblación de turistas que tuvo este enero.

_Podemos ir al Pico El Águila, ese que dicen –volvió a hablar papá.

_Como quieras, papi –respondí yo, ya que todos estaban pensándoselo. Mi papá dio vuelta apenas pudo y tomamos el carril contrario de la carretera Trasandina. Hacia el páramo de Mucuchíes de la Sierra Nevada de Mérida.

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo…

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, están las montañas. Tan grandes y verdes que solo provocaba citar a García Lorca.”Verde viento. Verdes ramas. (…) Dejadme subir, dejadme, hasta las verdes barandas. Barandales de la luna, por donde retumba el agua.

Y en algún lugar de aquellas montañas algo retumbaba. Creo que ese día, más que el agua, lo hacía el espíritu de la pobreza venezolana.

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, están los niños gritando “Día de Reyes, Día de Reyes” y esperando dinero a cambio. Cacheticos rojos. Muñequitos abrigados. Andinitos todos iguales entre los cinco y diez años, aproximadamente. Por momentos discutimos sobre si decían eso o, más bien gritaban “mis reyes, mis reyes”.

Intenté contarlos. A veces estaban en grupos, pude haber alcanzado los 50, si lo recordara. Pero me dormí, como si fuesen ovejas, más bien. La Loratadina, el Ibuprofeno y el Teragrip resultan un buen coctel sedante y mi mejor escudo contra la gripe que se me asomaba asustada.

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, está mi mamá pendiente de la temperatura que indicaba el carro como si fuese el termómetro de su hijo enfermo. Sólo de camino al Pico, oscilamos desde los 21° hasta a los 9° ese seis de enero.

No sabíamos que a continuación, apenas llegásemos a La Guaira de nuevo, Mérida estaría pasando por una de las épocas más frías de los últimos años.  Entre el 16 y el 19 de enero, la ciudad estuvo en una especie de alerta debido al desorden climático y extremo descenso de la temperatura.

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, estamos nosotros teorizando sobre la lejanía de los lugares.  Mi papá contaba que «capaz no es que todo quede lejos, sino que cuando nosotros vinimos no había cola».

De nuevo a mí se me ocurría la palabra “sobrepoblación”, pero según varios comentarios en mis Redes Sociales ese día, era “sobreturisticación*”. A pesar de que, según El Universal,  la Cámara de turismo de Mérida negó que el turismo en la temporada decembrina haya sido el esperado.

No quiero imaginarme cómo hubiese sido el tráfico si sus expectativas hubiesen sido cumplidas o pasadas. Si se deja de lado las verdaderas razones por las cuales el turismo –en el país en general- ha bajado, a veces, lo mejor es lo que pasa.

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, están las letras del libro ¿Hay vida en la tierra? De Juan Villoro. Texto que serviría de inspiración a mis relatos sobre el viaje. Frases que me enseñarían a crear historias a partir de cualquier detalle.

Crónicas íntimas. “Cien relatos de lo real” que, tal como lo dije en mi foto de Instagram, me enseñaron que “el gran desafío del periodismo de tentación consiste en mejorar las debilidades de los lectores”. Al igual que el aprender que “hacer literatura significaba imaginar un destino para lo que desaparece”.

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De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, está mi miedo a la ruta de vuelta al hotel. Y es que entre tantas citas con la literatura, me senté junto a  aquel párrafo que Sánchez Rugeles dedica a las carreteras de Venezuela en su libro Blue Label– Etiqueta Azul-.

No me gustan las carreteras de Venezuela. Todas ellas –incluso las que dicen ser autopistas- parecen arrastrar pleitos legendarios con la miseria y la muerte. Cada curva es dueña de una historia triste (…). Las ánimas conscientes se confunden con los vendedores ambulantes; la voz de la chama asfixiada por un airbag se mezcla con el grito del niño buhonero que sostiene sobre su cabeza una caja de Cocosetes. En Venezuela el infortunio no es tal. Allí el azar tiene malicia, la suerte está amañada.

Y en la carretera Trasandina aunque no hay muchos huecos, no hay luz y si muchas curvas. El camino debe ser costumbre para los lugareños, pero para los turistas no. Lo positivo era que así como nosotros, debían haber muchos desconocedores de la vía. Lo negativo era que no todos serían precavidos, así como nosotros.

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, está la repetición del programa especial  las 13 más pavosas del 2016 en La Mega. Frecuencia que se peleaba con alguna radio cristiana. De vez en cuando, ésta última tenía momentos esporádicos en la parte alta del marcador.

Desde Enrique Iglesias y el deseo de acabar -con el sufrimiento-, hasta Corina Smith haciéndome querer escapar del carro. Las escuchamos casi todas. Casi, pues la emisora cristiana a veces nos invadía. No obstante, no conseguí escapar de la rubia y su novio. Regresé a La Guaira con el conocimiento casi completo de la canción. Si la ponen, la canto.

La llegada al Pico del Águila, Collado del Cóndor o El Paso del Cóndor

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, estoy yo, despertando después de algunas horas de sueño. Estamos nosotros sin llegar a nuestro destino y considerando devolvernos.

_¿Tanto rodar para al final devolvernos sin llegar a nada? –dijo mi mamá, dejándolo a la reflexión.

Sin decir nada, mi papá siguió conduciendo en el mismo sentido. Para ese momento, ya había pasado las cinco de la tarde. Dentro de poco nos acercaríamos a las seis. No queríamos que nos agarrara la noche sin haber llegado a algún lugar.

De repente, como si se hubiese enterado de nuestra desesperación, apareció ante nosotros un estacionamiento. Un estacionamiento y mucha gente. Abrigos, gorritos, guantes, bufandas. Algunas personas a las que solo se les veían los ojos.

El carro nos mostró un hermoso 4° en la pantalla antes de bajarnos. Nuestra respiración se transformaba en vapor. Risas nerviosas, risas de felicidad. Sí había algún lugar al que llegar. No estábamos manejando sin sentido.

Como buenos turistas, seguimos a la multitud. Y ahí lo encontramos. El Cóndor que volvió a casa. “El ser alado que levanta vuelo más grande de la tierra” y que hizo de América su casa desde tiempos inmemoriales, según un texto de la periodista merideña Elianys Salas.

Una jaula negra enorme se alzaba ante nosotros. Cerca de ella, el respectivo aviso en madera tan característico de los lugares turísticos del  país. Este rezaba “Parque Nacional Cierra de la Culata. Restringido el paso de motos, vehículos y bicicletas. Ayuda a mantener limpio este lugar.” Deal, pensé al leerlo.

Es un animal hermoso. Grande como pocas aves que hemos visto en nuestra vida. “Me da tristeza que esté encerrado”, dijo mi hermano. Y es que esos primeros días de enero los contrastes nos hicieron sus víctimas. No había algo bonito que no mostrara también algo feo. Y Mérida no fue –para nada- la excepción.

Ante la sensación de disfrute por estar viendo uno animal que se había dado por extinto y está en proceso de recuperación, estaba la tristeza de ser testigos de un ave a la que se le ha limitado su vuelo. Aunque sea por su propio bien.

Nos montamos de nuevo en el carro y conducimos un poco más. Hasta llegar a otra especie de estacionamiento. Llegamos hasta el monumento oficial. Ese inaugurado el 19 de diciembre de 1927 por el artista colombiano Marcos León Mariño. El punto carretero más alto de Venezuela. 4.118 metros sobre el nivel del mar.

El Pico El Águila, El Collado del Cóndor o, como se le conocía antes, El Paso del Cóndor, es un monumento que celebra el paso del Ejército Patriota en 1813. “En dicho monumento se representa, sobre un pedestal, la figura en bronce del Cóndor de los Andes que sostiene con el pico y una de sus garras un retrato laureado del Libertador”, según el sitio web TeleféricodeMérida.travel.

Para ese entonces, yo ya era un esquimal. Entre mi abrigo de pelos de Zara –que compré hace años, en 200 bs. Quién sabe por qué- y una “ushanka” –sombrero ruso-, sé que ante los ojos de todos, yo evocaba a esos habitantes de las tierras árticas.

No es para menos, estábamos a unos 4°, según los medidores de temperatura. En mi ciudad, con suerte, tenemos por las noches unos 21° de promedio. Es menester decir que no siempre tenemos suerte.

_Vámonos, que ya va a oscurecer –dijo mi mamá rompiendo el sueño.

_Sí, es verdad y en ese camino no hay luz –apoyé yo, recordando mi miedo.

_Vamos, pues –concedió mi padre.

Nos montamos en el carro satisfechos. Ese día habíamos salido con el deseo de subir por el teleférico a los otros Picos y no lo pudimos lograr. Pero nos había salido bien el habernos devuelto de nuestra idea de La Montaña de los Sueños. Conocimos algo que no habíamos conocido en nuestro viaje anterior.

La última vez que estuvimos en Mérida –antes de ésta- fue hace casi nueve años y no pudimos ir a muchos lugares porque los habían cerrado. Fue esa época en la que también cerraron el teleférico para “recuperarlo”.

Pero en ese momento, ese seis de enero, no importaba lo otro que no había salido bien. Habíamos estado en El Pico el Águila. En el punto carretero más alto de Venezuela. A 4.118 metros sobre el nivel del mar. A 4° de temperatura. Y, por mi parte, utilizando un abrigo que pensé que jamás iba a sacar de mi closet.

El Observatorio Astronómico Nacional de Llano del Hato

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, están los avisos del Observatorio. Otro de los lugares turísticos de Mérida. Me encanta viajar con mi papá porque quiere disfrutar al 100% de los lugares. Si no fuese biológicamente necesario el descanso del cuerpo humano –y si la inseguridad no fuese motivo de preocupación-, mi papá pudiese gastar las 24 horas del día conociendo lugares cada vez que turisteamos.

Con esto hago evidente que cambiamos el sentido de nuestra ruta apenas vimos el primer aviso. En vez de dirigirnos a la Avenida Universidad, la dirección de nuestro hotel, agarramos hacia los predios del pueblo de Apartaderos.

Para nuestra sorpresa, esa vía era –de lejos- peor que la principal Trasandina. El camino era muy angosto y de tierra. Uno de cada tres autos eran autobuses o camiones que, evidentemente, al conocer la vía, se lanzaban a toda velocidad sobre las curvas. Alerta otra vez.

El sol ya estaba cayendo. Seguro todos estábamos pensando en que no había sido la mejor idea, pero nadie lo dijo. Lo que nos hizo continuar –además de la imposibilidad práctica para dar la vuelta- fue que las cúpulas del Astrofísico estaban a la vista. No eran solo una idea, como pasaba con El Pico.

Cuando nos quedaban como 30 minutos para que el sol se ocultara, por fin, llegamos. Lo que más disfrutamos fue la vista hasta llegar ahí. No esperamos la noche. Ni las estrellas. Y tampoco estuvimos interesados en saber cómo estaba funcionando el Observatorio Astronómico Nacional de Llano del Hato –su nombre oficial-.

Entre lo mal que estaba la vía y la inseguridad de la que somos víctima los venezolanos día a día, decidimos que lo mejor era partir.

El camino de regreso

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, está nuestro regreso. Más contrastes. Justo en la curva que nos saca de la vía hacia el Observatorio y nos regresa a la carretera Trasandina, había otro grupo de niños gritando “Día de Reyes, Día de Reyes”.

A veces la pobreza es desesperada y no sabe de vergüenza. No sé si lo leí o lo inventé, pero fue lo que se me ocurrió en ese momento. Cuando varios niños intentaron guindarse de nuestras ventanas –abiertas para disfrutar del rico clima- y uno lo logró. Pidió dinero. Pidió a Lola –una perrita de peluche que tiene mamá en el carro-. “Respete y bájese”, fue lo que dijo mi mamá. El niño no pretendía hacer caso, no obstante, repentinamente se bajó.

Tal vez percibió que hay un punto entre el exigir generosidad y el abuso. Tal vez le dio pena la miseria que transmitía. “Porque la miseria, cuando es miseria de verdad, todo el mundo la entiende, incluso los niños”, escribió Collodi en Pinocho. Fue un momento de tensión, que nos dejó callados por momentos e hizo a mi mamá subirle volumen a la radio.

Nos distraemos en símbolos para sacarle el cuerpo al problema real, que es la falta de oportunidades para la gente pobre”, recordé a Salcedo Ramos en su texto El Pueblo que sobrevivió una masacre amenizada con gaitas. Eso era más oportuno que cualquier otra cosa que pudiese pensar yo.

Y quizás es tradición –desde tiempos inmemorables, según me enteré al volver- que los niños pidan en las carreteras andinas. Esa confirmación me hizo sentir menos mal por no haberles dado nada, y a la vez peor, por enterarme que siempre es así.

De ese camino, entre esas cosas que tanto recuerdo, está nuestro regreso. Y la última cosa relevante que recuerdo es a mi papá gritándole “mis Reyes, mis Reyes” a unos niños ya sentados en plena carretera. Derrotados.